Revista “La Villa”

SEGADORES DE VALLELADO,
UNA TIERNA HISTORIA


Ángel Fraile de Pablo

“Ya ha pasado el frío invierno en Castilla, la primavera ha sido generosa, y el campo divisado desde los cerros de tantos pueblos, se ofrece cual mar en el horizonte. El ligero viento mece los panes que muy pronto tomarán un color entre rojizo y dorado indicando que la cosecha está lista”.

Este relato bien podía ser el comienzo de una crónica periodística de principios o mediados del siglo XX de cualquier periódico de provincia.

Pasada la festividad de San Isidro, los segadores comenzaban a preparar las hoces y herramientas, que les acompañarían durante los meses, del largo y caluroso verano. Era la siega una faena tan penosa y sacrificada, que gracias a Dios ya hace unas décadas que acabó, dando paso a la industrialización del campo, pero que no debemos olvidar, pensando en lo que nuestros antepasados más cercanos tuvieron que penar para ganarse el sustento, porque la vida entonces, era como era.

En Castilla, zona cerealista tradicional, había ciertos lugares y algunos pagos, incluso dentro de la misma provincia, donde la cosecha se adelantaba y había que “empezar antes el verano”, como entonces se conocía, a los trabajos de la recogida de los cereales. Muchos segadores de las zonas más tardías, iniciaban el verano en aquellos lugares más tempranos. Desde Vallelado, llegado el mes de junio, antes del amanecer salían camino de Chañe y en dirección a Tierra Segovia, como ya era costumbre todos los años (Carbonero de Ahusín, Migueláñez, Bernardos…) En cuadrilla y cada uno montado en su caballería, generalmente burros, machos, y el que no tuviera arre, pues… en el coche de San Fernando, que era el único que existía.

Los días anteriores a su partida, habían afilado las hoces e incluso encargado al herrero del pueblo alguna nueva. Los dediles de cuero, para protegerse de posibles cortes, que reposaban colgados en el sobrado, se habían quedado duros y correosos, por lo que había que suavizarlos con grasa para darles flexibilidad. Las zocatas protectoras de madera y las muñequeras de cuero, ya estaban a punto.

Acompañando a la cuadrilla, iban algunos animales a los que hoy llamamos finamente “de compañía”, y que no son un invento reciente, puesto de moda ahora en las grandes ciudades, sino que ya existían desde hace muchos años, aunque con matices bastante diferentes a como ahora los conocemos. Los animales que llevaban los segadores a sus tajos y les acompañaban eran, como hemos dicho, borricos, que además de hacer un buen trabajo, para transportar la carga, tanto de enseres como la propia del segador, convivían con él las 24 horas del día y por supuesto que se hacían mutua compañía. El burro comía y sesteaba en el rastrojo, al igual que el amo; dormía en la cuadra, el amo en el pajar; el amo bebía agua de algún pozo cercano, si es que había, y si no, agua de la botija; el burro también de la botija, pero claro está que no directamente, sino que para ello, usaban como recipiente, la boina grasienta del dueño, que vuelta del revés hacía de improvisado cuenco donde poder beber el sediento animal.

Otro animal que acompañaba a los segadores era el perro, pequeños perros, sin alcurnia ni raza conocida, de los llamados perdigueros y que también convivían con sus dueños las 24 horas, y por supuesto que compartían la misma comida del segador. El perro se sentaba a la hora de comer cerca del amo con la cabeza levantada, los ojos bien abiertos y fijos en los movimientos de las manos del segador, mientras partía un chorizo, un poco tocino, pan… con esa paciencia y sin perder de vista la comida, de vez en cuando caía un trozo de pan o tocino, que hacía las delicias y que poco a poco lograba matar el hambre del pobre animal. Segadores y animales compartían la comida como buenos hermanos y compañeros de fatigas, durante los días que permanecían fuera de casa y lejos de la familia. Esto y mucho más era lo que todos disfrutaban, en buena armonía.

El segador comenzaba la jornada de madrugada. Bastante antes de salir el sol ya estaba camino del tajo para que cuando amaneciera y con las primeras luces, empezar la faena. Antes, y nada más levantarse, cogían fuerzas para afrontar el duro día. Lo de coger fuerzas es solo un dicho, pues el desayuno podía consistir en un trozo de pan, (seguramente que éste no era reciente), y una cebolla, que el ama les dejaba preparado, y así hasta la hora del almuerzo a media mañana, pues cuando se madruga tanto, la mañana se hace larga. El almuerzo era un poco más generoso, y siempre por cuenta del amo, que encargaba a algún mochil acercarlo a los segadores; el almuerzo seguro que estaba formado por pan, tocino, y a veces algún chorizo o producto de la matanza, queso... Las diferencias en cuanto a la abundancia y calidad de la comida eran considerables, siempre dependiendo de la casa donde estuvieran trabajando; esto bien lo sabían los segadores que año tras año visitaban a los mismos amos. Lo que nunca faltaba era agua y vino, naturalmente que a temperatura ambiente. Desde luego que no hacía falta tomar sopa para calentar el estómago. El vino también servía para desinfectar las pequeñas heridas y cortes que pudieran producirse con las afiladas hoces.

 

Terminada la comida siempre había un momento para cambiar la estaca al burro para que siguiera comiendo, y por supuesto unos minutos de reposo o siesta a la sombra del sombrero o de alguna hacina de paja. Y después, a seguir surco por surco, hasta que se pusiera el sol, que es el que marcaba la jornada con su luz, y vuelta a casa, donde ya el ama les preparaba la cena, bien sentados en la mesa, y a descansar, que al día siguiente esperaba otra dura jornada.

La improvisada cama era de colchón de paja, del propio pajar, sirviendo la manta de protección para que no picara. El cansancio hacía que no fuera difícil conciliar el sueño, aunque el colchón no fuese de látex. La única compañía nocturna podía ser el perro y algún que otro bicho, seguramente no muy agradable, pero que también les hacía compañía.


Así pasaban mes y medio hasta que volvían a su tierra, a finales de julio, para seguir trabajando para otro amo. Ni que decir tiene que la semana laboral era de 7 días y al menos 12 horas diarias de trabajo. El jornal, contratado de antemano, solían ser 4 ó 5 pesetas diarias.

Cierto año, pasados varios días de estar en el tajo, uno de los compañeros echó de menos a su perrilla “canela”, que así la llamaba, y que les había acompañado hasta Tierra Segovia. Le parecía extraño que hubiera desaparecido, cuando era habitual que no se moviera de entre el grupo de segadores. Pasaban los días y la canela no aparecía, aunque nada se podía hacer, pues tenían que terminar su trabajo. Finalizado el trabajo contratado y ya de vuelta a Vallelado, comentaron el caso de la perrilla en la propia casa, donde le contestaron que hacía unos días que por la mañana cuando se levantaron, vieron al animal descansando en la pajera, cerca de la cuadra, pensando que ya habrían vuelto los segadores, y que les sorprendió que no fuera así, y observando más de cerca pudieron divisar dos crías casi recién nacidas que acompañaban a su madre. Cuando la cuadrilla llegó a casa, todos saltaron de alegría por haber recuperado al simpático animal vivo y sano.

Con cuántas cosas nos sorprenden y no enseñan los animales, que sin tener inteligencia parecen más listos que nosotros mismos. El instinto de “canela” hizo que por sus propios medios, sin GPS, ni mapa escrito, y solo guiada por su instinto animal, consiguiera volver a Vallelado, para allí tener a sus crías y poder sacarlas adelante. Agradable sorpresa la de estos segadores, que seguro que ya habrían oído a sus padres o abuelos, casos similares al de la perrita canela, a lo largo de tantos años de duro trabajo en el campo.

Una bonita y tierna historia, que nos confirma que también los animales sienten, y son agradecidos, aunque no puedan pensar como nosotros.


Bienvenidos a Vallelado (Segovia)


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